La
reina del ajedrez no existía. Su casilla la ocupaba el llamado
alferza. Así se recogía en un códice del siglo XIII de Alfonso X
el Sabio, por ejemplo. Era una pieza un poco torpona, usada para
defenderse de las peligrosas torres. Sólo recorría un cuadrado en
diagonal. Nada que ver con la versatilidad, el dinamismo y el largo
recorrido de la reina del tablero. Una reina que nació en tierras
valencianas, según pone de relieve la investigación realizada por
José Antonio Garzón que ha plasmado en el libro En
pos del incunable perdido
y Francesc
Vicent: Llibre dels jochs partitis dels schachs, Valencia, 1495.
Pero
lo difícil no era crear una nueva pieza. Había habido intentos
previos. Lo difícil era conseguir la aceptación mayoritaria
al ser una pieza
que no estaba en el tablero cuando los árabes introdujeron el
ajedrez en la península a partir del siglo VIII.
El
ajedrez era una práctica habitual entre los caballeros y su pujanza
en una sociedad coincide con los periodos más fértiles y poderosos
de la misma. El propio Felipe II llegó a despreocuparse de sus
problemas coloniales para centrarse en comprobar si Rui López
revalidaba el título oficioso de campeón del mundo.
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